Editorial

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Reacciones a la huelga de hambre

Reactions to the hunger strike

Editorial 

La decisión de iniciar una huelga de hambre es “personalísima”, usando un término actual del bioderecho para señalar un ámbito de decisiones que son privadas al mismo tiempo que trascendentes. Es del todo impropio poner en duda la legitimidad ética de esta decisión emanada de la voluntad autónoma de las personas, que constituye y caracteriza la dignidad del ser humano, como destacara Kant. Más deplorable aún, es proclamar que los estudiantes son demasiado inmaduros para tomar decisiones de tan severas consecuencias; ya que, si se aceptara consistentemente esto, el argumento invalidaría toda la movilización social que han protagonizado. Desconocen estos opinantes que la deliberación ética debe ceñirse a los contenidos argumentativos, no a las características de quien los presenta (falacia de argumentar ad hominem). Si se desconoce esta premisa básica, se instalará la discriminación de descalificar opiniones porque provienen de una etnia, un género, una convicción o un grupo etario cuyo discernimiento osamos descalificar. La rectitud de la causa, la solvencia moral de sus defensores y la nobleza de quienes se deciden por sacrificios personales, no están disponibles para la crítica externa.

Las opacidades éticas no deben buscarse en la decisión de iniciar y mantener una huelga de hambre, sino en el entorno que observa y reacciona. Si en vez de hablar de huelga de hambre, se entendiera este suceso como un ayuno público –a diferencia de la privacidad de los desórdenes alimentarios-, reconociendo que la publicidad es parte esencial de esta forma de militancia, se destacarían los errores que como testigos públicos hemos cometido, ante todo al no dimensionar la tortuosa trayectoria y las consecuencias de esta forma de protesta. Basta recordar la tragedia de la muerte de Bobby Sands y nueve de sus compañeros de la IRA después de 70 días de ayuno (1981) para aquilatar la gravedad de un ayuno público.

Deplorable, por ende, el entusiasta asentimiento que recibió el inicio de la huelga de hambre, celebrada por la fuerza que daba al movimiento, pero también apoyada por quienes no estaban directamente movilizados y por lo tanto poco derecho tenían para vitorear, desde la tranquilidad del tibio e inestable compromiso, que otros se pusieran en riesgos de magnitudes impredecibles. A lo largo de las primeras semanas, estamentos marginales como los académicos apoyaron activamente el movimiento estudiantil en todas sus dimensiones, al tiempo que expresaban su “preocupación” por los estudiantes en ayuno público. Pero debió llegarse a situaciones de deterioro orgánico severo con peligro de consecuencias irreversibles y eventualmente letales para que comenzara, censurablemente tardía, la petición de que los estudiantes depusieran su huelga de hambre.

Una huelga de hambre tiene escasas posibilidades de terminar sin daños: deterioro orgánico y aún muerte, intervenciones autoritarias y alimentación forzada, recriminaciones a los huelguistas de incumplimiento, a la contraparte de intransigencia reprobable. Quienes alientan un movimiento debieran disuadir a sus miembros de ingresar en una estrategia peligrosa, en vez de adoptar actitudes complacientes, o al menos de silenciosa aprobación, comparables a los que celebran desde su poltrona las luchas armadas en que otros son mutilados o muertos.

La ambigua situación de los médicos involucrados aparece claramente reseñada en la Declaración de Malta que reconoce dos obligaciones profesionales que se contraponen: el deber de respetar la autonomía de los huelguistas si se niegan a alimentación forzada, frente al deber de impedir deterioros y muertes evitables. Reconociendo que se trata de una decisión trágica, porque cualquier alternativa tiene opacidades y consecuencias severas, Malta termina por dejar la decisión de respetar la autonomía o el rescate a criterio del médico, quien ha de actuar en forma “equilibrada”. Precisamente porque el ayuno es público, la decisión del médico también lo será y no puede quedar a su arbitrio personal. Difícil es imaginar que los médicos informen, cuiden y controlen a las personas en ayuno, traten afecciones intercurrentes y ayuden a estabilizar balances electrolíticos para luego observar pasivamente cómo una persona deteriora y termina por morir. En la ya erosionada imagen del médico contemporáneo, no ayuda a generar confianza si el médico antepone convicciones en tanto ciudadano, sobre obligaciones como profesional de la salud. Esta deliberación es especialmente acuciante en el caso chileno porque, a diferencia de la mayoría de las huelgas de hambre, se realizó fuera de toda institución, de manera que no era posible, como en una situación carcelaria, aplicar un reglamento que el médico no podría desobedecer.

Si alguna enseñanza deja esta experiencia, es que quienes bregan por una causa disuadan a sus compañeros de iniciar una huelga de hambre de desenlace incierto y eventualmente dramático. No se trata de poner en duda la validez ética de la decisión, ni de tildar de inmaduros a quienes la toman. Siendo dudosa su utilidad como estrategia para acelerar la resolución del conflicto de fondo, el carácter sacrificial de entrar en una huelga de hambre queda mancillado por opiniones y reacciones impropias y dañinas. La opinión pública que debía ser testigo respetuoso del ayuno iniciado por los estudiantes, ni siquiera se entera, a ciencia cierta, quiénes han depuesto la huelga, ni quiénes siguen y en qué condiciones se encuentran. De lo que se enteran, es de descalificaciones que sólo exacerban el clima de adversidad y conflicto.

Las autoridades aparecen como intransigentes e insensibles a la prolongada huelga de hambre; médicos y “bioeticistas” nada aportan para, a lo menos, ponderar sobre los hechos y así enfrentarlos mejor en el futuro, dejar de arrojar primeras piedras de reprobación o caer en aplausos irresponsables. Y la sociedad, en cuyo seno y en nombre de la cual ocurren las movilizaciones, manifiesta una deplorable y silenciosa indiferencia, marcada por anodinas expresiones de “preocupación por los muchachos” y descalificaciones impropias de luminarias intelectuales.