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Enfoque racional en selección de antimicrobianos

Rational approach to antimicrobial selection

Resumen

Este texto completo es la transcripción editada y revisada del Curso Educación Médica Continua, Módulo Infectología, organizado en Santiago por la Clínica Alemana durante los días 1 y 2 de diciembre de 2000.
Director Curso: Dr. Luis Miguel Noriega.

Voy a transmitir aquí una posición muy personal, la que, de acuerdo a los expertos de la medicina basada en evidencias, es la más débil de las recomendaciones. Se oye hablar mucho acerca del uso racional de antibióticos, con una connotación global, epidemiológica, o bien particular, en el sentido de la decisión que se tomará ante un determinado paciente.
Lo primero que se debe tener presente es que los antibióticos se deben usar cuando es necesario. Es preciso recordar que no todo cuadro febril, no toda diarrea, disuria, exantema, adenopatía, infiltrado pulmonar, eritema, tos, expectoración purulenta o rinorrea, y todas estas otras manifestaciones que suelen asociarse a cuadros infecciosos, ni toda leucocitosis, desviación izquierda, elevación de la PCR, piuria, pleocitosis de LCR o exudado, ni menos aún todo cultivo positivo, es de causa infecciosa. Incluso, aunque se llegue a la conclusión de que un caso particular corresponde a un cuadro infeccioso, no todo cuadro infeccioso es bacteriano. Y más aún, no todo cuadro infeccioso bacteriano necesita tratamiento.

Si seguimos circunscribiendo la situación, vamos a llegar a un punto en que ustedes van a decir; "Mire, doctor Wolff, no se ponga tan exigente, es un cuadro infeccioso, bacteriano y debemos tratarlo". En este punto, debemos tener en cuenta que no todo cuadro infeccioso bacteriano, que necesita antibióticos, va a responder mejor al tratamiento con los antibióticos más nuevos que con los tradicionales. De hecho, muchas veces la respuesta es mejor con los antibióticos antiguos.

Si se hace este recorrido, revisando la situación frente a cada caso en particular, probablemente, la racionalidad de los tratamientos irá mejorando.

Quisiera presentar mi visión personal al respecto. Este es mi "decálogo del uso racional de antibióticos".

  • Usar cuando es necesario.
  • Usar el antibiótico o los antibióticos apropiados para el agente o los agentes.
  • Usar el antimicrobiano o los antimicrobianos adecuados no sólo para el agente sino también para el huésped.
  • Usar la dosis adecuada. Muchas veces nos quedamos con las dosis inapropiadas. No sólo suele suceder que “se nos pasa la mano”, sino que a veces “nos quedamos cortos”. Muchas veces, en pacientes con disfunción renal, preocupa tanto no dañar el riñón, no alcanzar niveles tóxicos, que, al no poder medir niveles plasmáticos, indicamos dosis subterapéuticas.
  • Usar la vía adecuada. Destaco la gran absorción oral de las quinolonas. La vía adecuada en este caso, en mi parecer, es la vía oral.
  • Tratar durante el tiempo adecuado. ¿Cuál es el tiempo adecuado de un tratamiento? Nos basamos un poco en la inercia de lo que fue escrito primero: alguien escribió que la amigdalitis estreptocócica requiere 10 días con penicilina. Fueron estudios en las décadas de los 40 y los 50, cuando había mucha enfermedad reumática. Mantenemos lo mismo hasta el día de hoy. Alguien puede cuestionarlo y en la literatura alemana acaba de aparecer un estudio en el que trataron a 3.000 niños con cinco días de penicilina, con la misma curación y con una incidencia de enfermedad reumática mínima. Es claro que las infecciones urinarias bajas se tratan por más tiempo del que se debería, pero, por otra parte, las pielonefritis agudas se tratan por menos tiempo de lo que se debiera.
  • Usar el agente de espectro más específico. Creo que esto se ha ido perdiendo. Nos han ido metiendo en la cabeza que lo mejor es tratar con una amplitud de banda terapéutica cada vez mayor.
  • Usar el producto menos tóxico, no sólo en efectos adversos sino también en interacciones.
  • Usar el producto menos inductor o seleccionador de resistencia.
  • Usar el producto del menor costo posible

Si logramos cumplir la mayor parte de estos principios, estamos haciendo un uso racional de antibióticos.

A diferencia de la mayoría de las terapias que se usan en medicina, la terapia antimicrobiana se realiza sin estar seguros si el paciente tiene la enfermedad que creemos que tiene. A nadie se le indica un hipoglicemiante si no tiene hiperglicemia, ni un hipotensor si no tiene hipertensión. En las enfermedades infecciosas, en cambio, nos enfrentamos al hecho de asumir conductas terapéuticas sin estar seguros de que el paciente tenga la enfermedad. Muchas de nuestras terapias son empíricas. En este terreno, es necesario hacer un diagnóstico sindromático y saber cuáles son los agentes que con mayor frecuencia causan infección en cada parénquima. Por lo tanto, cada vez se debe hacer el ejercicio mental de considerar si el antibiótico o los antibióticos que se ha elegido son eficaces contra el agente o los agentes supuestamente involucrados. Si son activos contra los posibles agentes, considerar si llegan al terreno infectado, o si se inactivan en ese terreno. Por ejemplo, las cefalosporinas de primera generación son muy activas contra el meningococo, pero no se pueden usar contra meningococo en el SNC, porque no llega. Es preciso preguntarse si es un agente tóxico o si tiene una toxicidad baja o aceptable; si no agrava la enfermedad de base o si interactúa nocivamente con otros fármacos. Los pacientes hospitalizados reciben, en promedio, cinco o seis fármacos, y las interacciones que se pueden producir son muy grandes. Finalmente, se debe considerar lo que en este momento tiene mas aceptación, cual es el respaldo científico para cada antibiótico en una situación determinada.

Una vez realizado lo anterior, frente a una terapia empírica, la decisión es cuál de los microorganismos posibles se debe ser cubrir. Los probables causantes van a ser distintos si se trata de una neumonía, una pielonefritis o una sepsis por catéter, o si se trata de un paciente neutropénico y se debe cubrir esos agentes. No es posible ampliar tanto el esquema diciendo: "los voy a cubrir a todos". Sabemos que hay microorganismos que no requieren cobertura inicial a menos que haya evidencias, como un cultivo previo o una situación epidemiológica especial. Por lo tanto se necesita establecer un marco de referencia, dentro del cual se plantea qué antibióticos deben formar parte de la terapia antibiótica inicial o definitiva, y quedarán excluidos otros. Dentro de este marco siempre hay variaciones. La especialidad de infectología tiene mucha relación con interconsultas, en que hay médicos tratantes que pueden tener opiniones divergentes, el especialista entrega su juicio sobre lo que debe y lo que no debe recibir el enfermo.

En cuanto a la elección de antibióticos, hace algunos años el principal criterio de selección era el espectro adecuado. Importaba que la actividad del antibiótico contra el agente bacteriano que estaba causando el problema fuera la adecuada. Era secundario si existía toxicidad, si había que darlo cada dos horas, si era necesario usar otros medicamentos para evitar sus efectos adversos. Un ejemplo es la anfotericina, que es una droga terrible, que probablemente ahora no sería aprobada para uso en clínica. Sin embargo, cuando fue aprobada, lo fue porque la principal preocupación era "espectro". Actualmente, cuando existen muchos productos con gran actividad antibacteriana, deseamos que la vida del paciente sea más fácil, por lo que los criterios han ido cambiando. Así, los criterios de elección de un antibiótico que, como dije, eran espectro, toxicidad y costo, abarcaban al final la farmacocinética. Antes, no importaba administrar penicilina cada dos horas, en una meningitis meningocócica, porque sabíamos que le salvábamos la vida al paciente. Después, aparecieron otros productos que eran eficaces contra esos patógenos, que simplificaban la vida y hacían las cosas más tolerables. Ahora, ante igual espectro, interesa la farmacocinética. Interesa un medicamento que tenga vida media prolongada, para que se pueda administrar con menos frecuencia, lo que también influye en el costo de la terapia. También importa la vía de administración. Han surgido los medicamentos orales, que pueden tener la misma eficacia que los inyectables, hacen las cosas más fáciles y evitan hospitalizaciones.

Las variables que ahora se toman mucho más en cuenta son la vía de administración, la concentración tisular, la duración menor de tratamiento, el menor número de interacciones y contraindicaciones y la demostración de eficacia. El espectro tiene importancia, sobre todo en patología intrahospitalaria con muchos gérmenes resistentes. Sin embargo, para la inmensa mayoría de las patologías infecciosas, el problema del espectro está resuelto, e interesan los otros criterios. Frente a eso, nos enfrentamos al hecho de usar en forma racional los antibióticos, disponiendo de los tradicionales y de alternativas nuevas y recientes.

La larga lista de los antibióticos tradicionales es la penicilina G, ampicilina, amoxicilina, cloxacilina, cefazolina, cefadroxilo, cefradina, gentamicina, amikacina, tetraciclina, eritromicina, lincomicina, clindamicina, nitrofurantoína, cotrimoxazol, rifampicina, metronidazol, ácido fusídico y ácido nalidíxico. Empieza con la penicilina por motivos históricos. Llama la atención que la vancomicina es un producto muy antiguo, como también la mayoría de las cefalosporinas de primera generación.

Entre los antibióticos de desarrollo reciente, pero con más de 10 años de uso. figuran los beta-lactámicos asociados a inhibidores de beta-lactamasa (IBL), como la ampicilina/sulbactam y la amoxicilina/ácido clavulánico, las penicilinas antipseudomónicas/IBL y las cefalosporinas de tercera generación/IBL, cefalosporinas de segunda generación como cefuroxima y cefaclor, cefalosporinas de tercera generación, el ciprofloxacino y el norfloxacino.

Por último, están los antibióticos de último desarrollo, de menos de 10 años, entre los que aparecen los nuevos macrólidos como azitromicina, claritromicina y roxitromicina; nuevas quinolonas como levofloxacino, moxifloxacina y trovafloxacina; cefalosporinas de tercera generación orales como cefixima; cefalosporinas de cuarta generación inyectables, como cefepima; nuevos glicopéptidos y similares, en especial contra gramnegativos, como teicoplanina, quinupristin y dalfopristin; carbapenems como imipenem y meropenem; y el último grupo de antibióticos, nuevo e innovador, las oxazolidonas como el linezolide, con el cual ya hemos tenido bastante experiencia preliminar en nuestro país.

El gran problema es cómo lograr el equilibrio con todos estos productos. Aunque por motivos de tiempo es imposible desarrollar todos los aspectos, quisiera dar algunas ideas sobre cómo enfocar este problema de la utilidad de los antibióticos tradicionales y los más nuevos, desde el punto de vista sindromático o desde el punto de vista del agente patógeno.
Por ejemplo, frente a un síndrome de amigdalitis, en caso de amigdalitis estreptocócica, la penicilina y, en menor grado, la eritromicina siguen teniendo gran utilidad. Los nuevos macrólidos tienen una ventaja por el tratamiento más corto, aunque conviene recordar que el grado de resistencia a los nuevos macrólidos es el mismo que a la eritromicina. El tratamiento más corto es una ventaja, pero la desventaja es el costo y la ventaja se debilita con el estudio que mencioné, en el cual los alemanes demostraron que cinco días de penicilina son igualmente eficaces.

Donde sí podría existir una utilidad muy importante de los nuevos antibióticos es en las sinusitis y otitis. En esos casos la amoxicilina es un buen antibiótico, pero hay resistencia, por ejemplo, del H. influenzae. Por eso, disponer de amoxicilina con ácido clavulánico es una ventaja. Tiene eficacia probable, pero no probada. Se acaba de publicar en Internet un estudio en niños, tipo metaanálisis, con un gran número de casos, en el cual no se ha podido documentar una mejor eficacia de nuevos antibióticos respecto a la amoxicilina. En bronquitis, la mayoría no necesita antibióticos.

El cambio es importante en neumonía neumocócica, debido a la pérdida de actividad de la penicilina y la eritromicina sobre el neumococo. Las nuevas cefalosporinas y, especialmente, las nuevas quinolonas tienen gran utilidad y son más confiables. Para Legionella las nuevas quinolonas son de primera elección, a pesar de que la eritromicina también sirve.

En infecciones urinarias altas y bajas es donde mejor se aprecia la utilidad de los nuevos antibióticos, que ya no son tan nuevos, sobre todo en un país como Chile, donde más de 50% de las cepas ambulatorias de uro y enteropatógenos son resistentes a los antibióticos tradicionales.

En celulitis, los nuevos antimicrobianos no ofrecen mayor utilidad, en sífilis tampoco. La penicilina sigue siendo lo mejor. La Chlamydia trachomatis es altamente sensible a tetraciclina, un agente tradicional, y el único avance de los nuevos antibióticos es que la azitromicina puede curar la Chlamydia con dosis única, lo cual, al tratarse de una ETS es una ventaja.

Quiero destacar que en los enteropatógenos se ha perdido utilidad de los antibióticos tradicionales, como en Salmonella y Shigella, y las quinolonas claramente constituyen un aporte.

Este mismo enfoque se puede hacer desde el punto de vista de los patógenos, llegando a la misma conclusión.

Para redondear, diría que en el año 2000 no se debe desechar los antibióticos tradicionales. La mayoría sigue plenamente vigente. Si hacemos un uso adecuado de ellos vamos a concluir que prácticamente todos los antibióticos tradicionales, penicilina, ampicilina inyectable, amoxicilina, cloxacilina, cefazolina, cotrimoxazol en ambiente VIH, gentamicina, amikacina, metronidazol, clindamicina, vancomicina y nitrofurantoína, son antibióticos plenamente vigentes. Debiera estar en retirada la ampicilina oral, que es el antibiótico más usado en el país, ya que se consumen cerca de 10 toneladas al año; el cotrimoxazol en ambiente no VIH; la cefradina, que es la más débil de todas las cefalosporinas; la eritromicina y la tetraciclina, aunque quizás seamos un poco injustos con la tetraciclina, pero son antibióticos que están en retirada. El cloramfenicol y la lincomicina debieran estar en desuso.

Finalmente, al hablar del uso racional de antibióticos, conviene tener presente que algunas veces las cosas no andan como quisiéramos y se producen problemas. A veces nos enfrentamos a efectos inesperados de los antibióticos. Hay situaciones en las cuales el uso de antibióticos trae más problemas que beneficios, o bien se paga un costo muy importante por el beneficio. Esto puede ir desde una situación en la que el antimicrobiano agrava la enfermedad infecciosa, como la situación que causó controversia y algunas cartas, incluso desde Chile, al director del New England Journal of Medicine, sobre el síndrome hemolítico urémico: se documentó que el uso de antimicrobianos como cotrimoxazol en forma precoz agravaba el cuadro, probablemente por inducción de toxinas, y había una mayor incidencia de síndrome hemolítico urémico en los pacientes que recibían antibióticos.

Puede darse la situación en la cual el antimicrobiano, al ejercer su acción antibiótica, induzca un daño temporal en el huésped, lo que ocurre, por ejemplo, en la neurocisticercosis, en que al administrar el antimicrobiano se produce una inflamación que puede ser peor que la enfermedad. Puede ocurrir también que se confíe demasiado en los antibióticos, cuando el beneficio que está proporcionando sea insuficiente, por ejemplo en una enfermedad infecciosa grave, y se siga insistiendo en el antibiótico y no se practiquen otras medidas, como el drenaje de un absceso o un aseo quirúrgico. Puede ocurrir que la enfermedad infecciosa no sea significativa, de manera que la utilidad de dar antibióticos sea marginal y predominen los efectos adversos. Está la situación en que el uso precoz de antimicrobianos no aporta un beneficio claro y resta posibilidades terapéuticas futuras. Claramente es un problema en los pacientes VIH, en quienes un tratamiento muy precoz pudiera no aportarnos un beneficio claro, pero sí restarnos posibilidades terapéuticas a futuro, lo que también puede ocurrir con las hepatitis B y C. Puede ser que el antimicrobiano ejerza su efecto y restituya la capacidad inmunológica del huésped y haya una respuesta inflamatoria posterior dirigida contra del huésped. Es lo que se ve en pacientes VIH en los que se restablece su inmunidad y comienzan a tener problemas con herpes zóster o reacciones paradojales con la TBC o el citomegalovirus. Finalmente, puede suceder que no haya una infección o ella no sea susceptible de tratamiento antibiótico y sólo haya posibilidad de efectos adversos.

En resumen, los antimicrobianos son armas maravillosas, que han cambiado la historia natural de muchas enfermedades, pero no son la solución de todo ni la panacea. Se deben usar con prudencia y racionalmente. Esto no significa que haya que restringirlos, pero sí usarlos en forma adecuada y tener presente que, a veces, usar un antimicrobiano puede traer problemas, porque la situación no estaba tan mala y con el antimicrobiano empeoró. Nos enfrentamos a que "lo mejor es enemigo de lo bueno" y a evitar que nuestro paciente tenga un epitafio como este:

"aquí yace un español que, estando bien, tomó antibióticos por querer estar mejor."