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Autonomía reproductiva

Reproductive autonomy

Quisiera utilizar un caso dilemático que fue presentado a diversos Comités de Etica de diverso nivel en Río de Janeiro, Brasil, y que también fue sometido a discusión en una reunión internacional de bioética. El caso se presta no solamente al análisis de las posibles decisiones éticamente más apropiadas frente a problemas que carecen de precedentes o de jurisprudencia previa, sino como introducción al tema más general de la Autonomía Reproductiva.

Una pareja estable de conviventes lesbianas solicita fertilización asistida recurriendo a donación desde un banco de semen. Lo inédito de la solicitud es que las dos mujeres piden que se utilice el óvulo de una de ellas –madre genética- y se implante, una vez fecundado in vitro, en el útero de la otra –madre gestora. De este modo, ambas serán, aunque sea en forma trunca, madres biológicas.

Planteada con cierta frecuencia en cursos de bioética, la solicitud de una pareja lesbiana de recibir fertilización asistida ha sido regularmente rechazada, generalmente con el argumento que la elección de homosexualidad debe aceptarse como excluyente de la opción de reproducción natural, no dando acceso legítimo a la artificial que está diseñada como terapéutica contra la infertilidad patológica. Por cierto que esta perspectiva no es concluyente ni definitiva, pero queda por esclarecer acaso es la más prudente y razonable frente a argumentos que buscan homologar los derechos reproductivos de todas las personas.

El argumento a favor de la fertilización es que la indicación no se basa en una constitución determinada de la pareja, en algunas legislaciones ni siquiera es necesario que la solicitante tenga pareja; lo que se defiende es el así llamado “derecho reproductivo” de la mujer, que la autorizaría a procrear –natural o artificialmente-, según sus propios valores y en independencia de la sanción social. Este derecho reproductivo lo ejerce a cabalidad y por lo tanto no existen limitaciones morales para tener hijos en forma natural o artificialmente asistida. El status civil y las preferencias sexuales de la mujer no condicionan su derecho reproductivo y ciertas legislaciones, como la de España, autorizan a toda mujer mayor de 18 años a recibir fertilización asistida si así lo solicita.

El contraargumento es que la familia nuclear constituye una entidad social y educativa imposible de reemplazar, que debe constituir el albergue emocional y de maduración para todo ser humano. El argumento se debilita, no obstante, por el hecho sociológico que la solidez de la familia ha sufrido erosiones tan fuertes, que actualmente en muchas sociedades hay más atipias que modelos tradicionales. La constitución legal y religiosa de una familia ha dejado de ser garantía de protección para los hijos, de modo que es pensable que una madre soltera o una pareja homosexual pudiese dar más estabilidad emocional que una familia tradicional pero fisurada en su integridad.

El segundo argumento que se esgrime en torno a la reproducción en parejas homosexuales es que el niño crece en una atmósfera singular, contra la cual existen prejuicios, discriminaciones y actitudes negativas de importantes sectores de la sociedad. Justificadas o no, estas influencias pueden tener repercusiones sobre el desarrollo del niño, alterar su proceso de socialización, dificultar su ingreso a ciertos colegios, cerrar las puertas a determinados contactos y amistades. Este argumento pesó de modo importante en la llamada Comisión Warnock de Gran Bretaña, que desaconsejó la autorización legal de fertilización asistida en parejas lesbianas. Esta línea de pensamiento es coherente con el extremo cuidado y las exigencias que la ley impone en los complejos procedimientos de adopción.

Conviene preguntarse acaso los hijos de lesbianas difiere de niños que por otro motivos presentan una proveniencia alternativa a la normal. ¿Será prudente, por ejemplo, la reproducción incontrolada de seres humanos con altas probabilidades de que sufran discapacidades que les significarán discriminaciones negativas y entorpecerán sus proyectos de vida? Por un lado es deseable que nuevas generaciones desbaraten discriminaciones, renueven y modifiquen tradiciones, evitando el anquilosamiento y la perpetuación de fórmulas obsoletas e injustas de convivencia social. Por el otro, es deseable que la socialización primaria -familiar- y la secundaria -escolar- se produzcan con las menores turbulencias posibles para que cada ciudadano se integre y comparta los valores de su sociedad.

Elemento central en la controversia es dirimir acaso el así llamado derecho reproductivo tiene como correlato la no interferencia y aun el deber positivo de facilitar y hacer posible la reproducción, y acaso existen condiciones en que este derecho caduca o se ve limitado. ¿Tiene el mismo derecho a asistencia reproductiva una pareja estable infértil que una mujer alcohólica? ¿Mantienen las parejas atípicas este derecho reproductivo o deben aceptar que su elección alternativa, que excluye la reproducción biológica natural, las posterga o inhabilita para recibir un recurso escaso y de alto costo como es la reproducción artificialmente asistida?

En la situación específica aquí planteada, se presentan dos reflexiones adicionales. En primer término, el recurso a una anidación del embrión en un útero diferente al de la proveedora del óvulo genera la polémica de los así llamados “úteros arrendados” o “úteros prestados”, que han sido proscritos porque cultivan derechos maternos en la madre gestora y en la madre genética, que pueden llevar a conflictos insolubles. La situación ha sido declarada en España “nula de derecho”, vale decir, que no se presta a solución ponderada alguna.

En el presente caso, madre gestora y madre genética constituyen pareja, lo cual no excluye, tal vez hace aún más probables, futuros conflictos. En esa perspectiva, al compartir la filiación, ambas mujeres no lo hacen por necesidad biológica sino por el deseo personal de participar conjuntamente en la gestación del nuevo ser. Hay en este deseo un elemento idiosincrásico importante, ya que la pareja decidió una relación que descarta la posibilidad de una reproducción normal, pero cultiva el deseo de conservar y compartir artificialmente ciertos elementos de la gestación normal. Esta inconsistencia gravita con fuerza para considerar que las mujeres del caso en discusión no tienen argumentos de peso para solicitar el modo reproductivo que eligieron.

La situación presentada es compleja y poco frecuente, pero se inserta en la más vasta y cada vez más presente problemática de la autonomía reproductiva, que se ha planteado recientemente con insistencia en torno a la sordera congénita.

Un número importante de sordos se inserta preferente y cómodamente en la cultura de la sordera, cuya riqueza consideran tan valiosa que desean que sus hijos también sean sordos para que no pierdan este acervo. Ello llega al punto de recurrir a la selección embrionaria y preferir el niño genéticamente sordo sobre el normal, y a rechazar que sus hijos reciban implantes cocleares que podrían paliar o eliminar su sordera. Ser sordo no es una deficiencia ni una discapacidad, argumentan, y cualquier acción por reducir el número de nacidos sordos es discriminatoria porque declara abiertamente que los sordos son minusválidos.

Estas situaciones tienen en común que los progenitores consideran que su alternativa cultural es equivalente con la norma social de la que han desviado, y que su diferencia –elegida o biológicamente impuesta por el azar-, no autoriza discriminación negativa alguna. La dificultad reside en que imponen a sus hijos la necesidad de compartir esa visión; si éstos decidieran no hacerlo, tendrían un conflicto de valores entre lo que defienden sus progenitores y su propio deseo de distanciarse e integrarse a la sociedad según padrones culturales generalizados.

En centros de diagnóstico y asesoría genética se tiende a desaconsejar la reproducción natural de parejas cuyas cargas genéticas tienen alta probabilidad de transmitir enfermedades a sus hijos, si bien todos tienen claro que esta probabilidad, aun cuando es alta, no es más que aleatoria. Cuando la autonomía reproductiva está intencionadamente dirigida a la gestación de un hijo con potenciales conflictos de capacitación, socialización e integración, cabe la legítima pregunta acaso la reproducción moralmente legitimada no será aquella que considere exclusivamente los mejores intereses del niño, limitando la autonomía reproductiva cuando sea razonable predecir que el niño tal vez no comparta la elección cultural atípica de los padres. La autonomía reproductiva que corre el riesgo de coartar la autonomía del niño porque le clausura opciones, se está contradiciendo a sí misma.

Cualquiera sea la dirección que este tipo de casos tome en el futuro, queda en claro que la autonomía no es un valor desinsertado de la sociedad en que se ejerce, y que no existen autonomías privilegiadas que puedan desplegarse a costa de la autonomía de otros. Se vuelven a presentar los argumentos de quienes abogan por una autonomía irrestricta, frente a aquellos que ven en el comportamiento autónomo un germen de disidencias, desencuentros y fragmentación de la cohesión social. Ambas perspectivas entienden el principio de autonomía en forma sesgada. La autonomía no consiste en hacer cada uno lo que desea ni en decidir a base de criterios e intereses personales. El nomos o norma ya implica un conjunto de orientaciones y prescripciones que han recibido sanción social, que son aceptadas por la ley y la cultura, que no ofenden a la moral ni a las doctrinas. Dentro de las normas que existen en una sociedad, cada uno tiene la opción de adoptar aquellas que más se avienen a su estilo de vida: existe la libertad de ejercer una u otra profesión, pero al decidir por una, el ciudadano reconoce que acatará las normas que rigen su ejercicio.

Los voceros de la cultura de sordos consideran que clasificar la sordera como discapacidad es tan discriminatorio como menospreciar a las mujeres o a alguna etnia. Olvidan, no obstante, que ser mujer o pertenecer a una minoría étnica ha producido discriminaciones arbitrarias y moralmente inaceptables precisamente porque no son menos capaces que otros grupos. Pero los sordos, que también tienen el derecho inalienable y el resguardo ético de no ser discriminados, adolecen sin embargo de desventajas para participar en la cultura de los oyentes: no pueden gozar de la música ni de la voz de seres queridos, no están en condiciones de ser pilotos de avión o cajeros de banco. Por enarbolar la bandera de la igualdad social, los sordos que opten por tener hijos igualmente sordos los condenan a tener que vivir con ciertas limitaciones de capacidades y opciones.

En las situaciones de autonomía reproductiva que pudiesen generar conflictos de valores entre grupos atípicos y la cultura social imperante, parece importante cautelar los intereses de futuros seres humanos en el sentido de no clausurar sus opciones de vivir libres de las dificultades que los obligarán a pertenecer a una cultura que, con toda su riqueza, implica algún grado de discapacidad para participar en el mundo mayoritario de los no afectados. En los albores de una era en que la autonomía reproductiva incluye la posibilidad técnica de seleccionar y modificar la composición genética de los descendientes, es de extrema urgencia someter estas decisiones y programaciones al rigor de un análisis bioético.

La complejidad de estas materias, aquí apenas insinuada, se refleja sumariamente en la declaración de la Comisión de Comunidades Europeas al emitir en 1988 un documento titulado “Medicina Predictiva: Análisis del Genoma Humano”, donde dice: “La Medicina Predictiva busca proteger a los individuos de todo tipo de enfermedad a que pudiese ser genéticamente vulnerables, y propone, cuando sea apropiado, prevenir la transmisión a futuras generaciones de susceptibilidades genéticas.” Esta propuesta fue criticada por contener ideas eugénicas, lo cual llevó a modificar el texto y también las intenciones declaradas del programa, que abandonó toda intención terapéutica y se convirtió en un estudio estrictamente científico. Con lo cual se ganó claridad de planteamientos, pero se sumergió la reflexión ética detrás de la supuesta neutralidad de valores de la indagación científica. Estas postergaciones del análisis moral llevan a la emergencia de los conflictos valóricos a nivel de la aplicación de la tecnociencia, que es precisamente lo que sucede actualmente en torno a la autonomía reproductiva.