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La no prosecución de un embarazo

The non-continuation of pregnancy

El espacio periodístico que ocupó el reciente debate en torno a la eliminación quirúrgica de un producto de gestación humana fue vergonzosamente escaso comparado con otras dedicaciones de la prensa escrita y audiovisual. Por ser materia de discusión a nivel mundial, el reconocimiento de quién(es) son autorizados a opinar e intervenir en torno a la no prosecución de un embarazo humano, se inician estas líneas con una terminología algo tortuosa en consideración a que tanto el aborto como la interrupción del embarazo han recibido connotaciones valóricas que obligan a redefinir los conceptos. Son éstos algunos presupuestos para alcanzar una discusión secular y ampliamente vinculante como corresponde a una sociedad moderna y plural.

Como muchos otros relatos históricos, el del aborto difiere según el cronista. En pro de la universalidad de proscribir el aborto se invoca el Juramento Hipocrático, pero estudios historiográficos indican que el documento original sufrió importantes modificaciones y adiciones por el cristianismo patrístico, de modo que el tema del aborto, para los griegos relativamente indiferente, habría recibido su significado pecaminoso por los revisores cristianos. Y aún ellos tenían opiniones diversas, como la de Inocencio XI quien en 1679 consideraba que en la vida intrauterina el feto carece de alma por lo cual el aborto no sería homologable a un homicidio. En su forma más estricta, la proscripción del aborto se extiende al aborto terapéutico, como expresamente lo señala el documento Casti connubii, redactado por el Santo Oficio a fines de 1930, y modificado por Pío XII para aceptar el aborto únicamente cuando es causa no intencionada de muerte indirecta del feto (ver más adelante).

No cabe reseñar la legislación al respecto que vige en diversos países del mundo, pues en diferentes culturas lo doctrinario y lo social varían en sus significados, haciéndose refractarios a una fácil extrapolación. Sí es importante enfatizar que Chile tiene desde 1989, y elaborada en las postrimerías de régimen militar, una prohibición absoluta para el aborto procurado, y que no contempla excepción alguna. El Código Sanitario es perentorio en su Art. 119: “No podrá ejecutarse ninguna acción cuyo fin sea provocar un aborto.” Con lo cual quedaba derogada la legalidad del aborto terapéutico, una indicación aceptada hasta entonces, en internacionalmente prevalente. Es llamativo que esta extrema severidad legislativa es única en el mundo, y fue elaborada por un mandato gubernamental no democrático, es decir, desarticulado de lo que pudiese considerar la opinión ciudadana. A casi 15 años de su promulgación, no se ha recurrido en materia tan importante a consultas comunitarias, plebiscitarias o de otra índole, que permitiesen a la ciudadanía manifestar su postura frente a una legislación originada en un gobierno de facto. Se cuenta, sí, con una encuesta Gallup realizada en el Gran Santiago en 1976, en la cual una substancial mayoría de 74% aprueba que la ley debía ser más tolerante en materia de aborto procurado.

Por cierto que cabe preguntarse, en un país que debe lamentar 150.000 a 200.000 abortos clandestinos al año, acaso la ciudadanía concuerda con esta situación. Así lo hizo Italia, país mayoritariamente católico, que legalizó el aborto procurado y lo financia estatalmente, después que la población consideró en dos plebiscitos que ello era preferible al enorme lastre de los abortos clandestinos que estaba sufriendo.

La situación conflictiva que se generó en nuestro país hace pocos meses, fue muy diferente a una mera solicitud de un aborto procurado. La madre portaba un producto de gestación no viable y que además podía ponerla en riesgo vital. Solicitó el aborto, se le concedió una interrupción del embarazo; la solicitud de aborto se basó en la indicación terapéutica de proteger a la madre, la anuencia se justificó con miras a la doctrina del doble efecto. Todo esto merece más reflexión.

Según la definición generalmente aceptada, el aborto es un proceso espontáneo o inducido que interrumpe el embarazo. Pero en el caso presente se sugirió diferenciar entre aborto –expulsión del feto no viable-, de interrupción del embarazo –inducción de un parto en el entendido que en principio el feto es viable-. Mas esta distinción no se compadece con la postura según la cual el ser humano existe desde el momento de la concepción, lo que significaría que toda interrupción intencionada en cualquier etapa del proceso de gestación equivaldría a un homicidio. Estos planteamientos son incompatibles entre sí, y lo son porque se basan en postulados de fe no sujetos a análisis racional. Que el ser humano exista desde el momento de la concepción es afirmable, pero no argumentable. Que la interrupción del embarazo sea falla moral grave si ocurre antes de la viabilidad y mera maniobra médica si ocurre después, es también una postura valórica que, sin embargo, desconoce que la viabilidad es un concepto fluctuante y también sujeto a valoración por cuanto incluye las consideraciones sobre las patologías y secuelas de niños excesivamente prematuros. De manera que el giro terminológico de señalar algunos abortos como interrupciones del embarazo no presta claridad ni permite avanzar en el debate.

El otro argumento traído a colación para justificar la intervención en el embarazo que desencadenó el debate, es el recurso a la doctrina del doble efecto, cuya estructura general es la siguiente:

  • Está prohibido desencadenar el efecto A.
  • Es necesario y legítimo desencadenar el efecto B, siendo imposible que ocurra sin producir también el efecto A.
  • Se autoriza producir el efecto B aunque ello predecible y necesariamente produzca A (dos efectos), siempre que la intención y el deseo hayan sido de no producir A.

Por lo tanto, si se aplica la doctrina del doble efecto a la situación presente, se da el siguiente silogismo:

  • Está prohibido provocar el aborto.
  • Es necesario y legítimo resguardar la vida de la madre, pero es imposible sin recurrir al aborto.
  • Se autoriza provocar un doble efecto: resguardar la vida materna aunque ello obligue a provocar el aborto, siempre que éste no sea primariamente intencionado ni deseado.

En suma, el fin indeseado y prohibido es aceptado si resulta como consecuencia prevista de un fin legítimo. Se ha señalado que el argumento del doble efecto sólo es invocado por doctrinas que contienen prohibiciones absolutas, ya que en otras proscripciones siempre se recurre más bien a la situación de excepción para validar una acción que por lo general, pero no invariablemente, no debiera aceptarse. El argumento utilizado en este caso es sólo válido para quienes concuerdan que el aborto es prohibido en forma absoluta. Aun así, hay un problema ético importante en la argumentación que acepta metas prohibidas porque no hubo intención primaria ni deseo de provocarlas. En la evaluación moral de un acto es de igual importancia ponderar la intención, los medios y la finalidad de lo realizado. Hay, pues, un análisis trunco si se acepta una finalidad sólo porque la intención fue buena, un modo de evaluar que en la vida social nos traería severos problemas porque abriría las puertas a un tal vez bien intencionado pero inquietante quebrantamiento de costumbres, usos, normas y aun leyes, en base a motivaciones no examinables que se ocultan en el subjetivismo sin someterse a cotejos ni ponderaciones por los demás. En contra de la doctrina del doble efecto se pronuncia Veritatis splendor, la Carta Encíclica de Juan Pablo II (1993), donde ser incluye el aborto entre los actos “intrínsecamente malos” que obligan “semper et pro semper”, es decir, sin excepción de consecuencias ni contemplación de intenciones.

Queda el recurso de argumentar en base al mal menor, señalando que la muerte del feto es menos grave que la muerte de madre y feto. En ese sentido declararon los Obispos de Bélgica hace algún tiempo: “Si dos vidas están en peligro, se hará todo lo posible por salvar a ambas, pero se intentará salvar una antes que permitir que ambas fenezcan.” Mas la doctrina del mal menor, ya rechazada por San Pablo, no es sustentable cuando una enseñanza condena males absolutos, quedando reservada para quienes aceptan que los males son más o menos graves según circunstancias moduladoras.

La ciudadanía debiera haber recibido provecho de las turbulencias éticas que se generaron en torno al aborto/embarazo interrumpido de la paciente protagónica del drama ocurrido. Cuando ya las brasas retóricas se enfrían, queda por sacar una conclusión: nadie tiene argumentos absolutos que justifiquen, acepten o rechacen el aborto procurado. Hay amplio acuerdo que es un asunto complejo de ser dirimido éticamente, que constituye un dilema social de no fácil solución, y que las personas directamente comprometidas en decisiones en torno al aborto, también allí donde son legales, le reconoce la complejidad de los dilemas y la dificultad de asimilar las vivencias ambiguas que produce. De manera que a la proscripción del aborto no se opone una alegre permisión, sino la sugerencia de entregar tan graves decisiones, precisamente dado su peso existencial, a los afectados. Iluminadora, al respecto, es la opinión del New York Times a la histórica y controvertida decisión de la Corte Suprema al permitir el aborto procurado (1973): “Nada de la postura de la Corte debiera ofender a las personas que se oponen al aborto por motivos religiosos o de convicción personal. Ellas pueden persistir en la firme convicción de sus principios, en tanto no busquen impedir la libertad de quienes tienen posturas contrarias.”

Se ha dicho que la ponderación moral del caso que nos ocupa –en que el producto de la concepción no tenía viabilidad futura y la madre corría algún riesgo con la consecución del embarazo-, debe ser tratado en el seno de un Comité de Etica. Tal vez sea bueno distinguir: la decisión médica, ante todo si pudiese colisionar con una interpretación rígida de la ley, será preferentemente avalada por un Comité de Etica, siempre que exista acuerdo que las indicaciones médicas puedan requerir una interpretación tolerante de la legalidad vigente, sin perder vigencia y licencia de actuar. En cuanto a la reflexión ética amplia sobre permisividad o proscripción y sobre eventuales condiciones de una y otra, categóricamente no debe ser limitada al claustro de expertos, sino entregada al foro ciudadano informado y consultado.

Cabe preguntarse si en una sociedad moderna, pluralista, tolerante y que desea darle cabida a modos de vida diversos pero que sean compatibles con el bien común, es mejor proscribir por ley para mantener un orden dado, con los consiguientes esfuerzos de regulación, control y persecución de la clandestinidad; o si será preferible dejar que la madurez ética de la ciudadanía le permita tomar decisiones en asuntos que pertenecen a la esfera de lo personal.