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Vulnerabilidad y discapacitación

Vulnerability and disability

La bioética ha sido negligente en su atención a las personas discapacitadas y al tema relacionado de la vulnerabilidad. Ello es tanto más de lamentar por cuanto uno de los primeros propiciadores de la disciplina fue André Hellegers, quien participó en la creación del término bioética – en independencia de y simultáneamente con su otro creador, V.R. Potter-, habiendo sido además co-fundador del Kennedy Institute of Ethics en la Universidad de Georgetown, Washington D.C. Hellegers era obstetra y neonatólogo, su especial sensibilidad y explícita preocupación por los discapacitados ha sido explicada, en parte, por la cercanía que sentía hacia su hermano mayor, desvalido por un profundo retardo mental.

Como muchas otras minorías postergadas, los discapacitados han generado movimientos de reconocimiento, de reivindicación y de protección legal. La discapacidad es la dificultad o imposibilidad de llevar a cabo ciertos actos o desarrollar funciones que personas sin la deficiencia pueden realizar. Esta definición desencadena de inmediato una visión conflictiva de lo que se entiende por discapacidad, requiriendo establecer la existencia de tres perspectivas desde las cuales se establece la presencia y la magnitud de la disfunción.

La sociedad ha sido pródiga en etiquetar de inválido (=no válido) a quien es incapaz de integrarse en alguno de los roles de participación social que están al alcance de personas consideradas normales. La crítica al estigma socialmente determinado es que, si se cambiaran los diseños de los roles sociales, el discapacitado ya no lo sería. Si la arquitectura de la ciudad se adapta, por ejemplo, a la movilización en silla de ruedas, desaparecerá o se reducirá notablemente la discapacidad en cuanto transeúnte, lo mismo que el diseño especial de automóviles permite que un discapacitado deje de serlo en términos automotrices.

La medicina se interesa menos por la adecuación social y laboral que por la funcionalidad comparada con los parámetros fisiológicos considerados normales en la medida que estadísticamente son los más constantes. La tarea terapéutica es remover el obstáculo a la normalidad o paliar la deficiencia en términos de rehabilitación, ésta a su vez pudiendo tener por norte la recuperación de la normalidad funcional o la apertura de nuevas funcionalidades dentro de lo posible.

La tercera perspectiva de reflexión sobre discapacidad proviene del afectado. La tendencia es a negar la discapacidad impuesta por circunstancias sociales y médicas poco acogedoras porque no revisan sus normas y desoyen los requerimientos de diseñar nuevas situaciones en las cuales la disfuncionalidad deje de ser un factor negativo, permitiendo al discapacitado dejar de ser desvalido, integrarse socialmente y satisfacer sus necesidades sin desmedros. Esta actitud, que aparece como éticamente la más sólida, ha tenido sin embargo consecuencias difíciles de armonizar.

Algunas deficiencias funcionales, como la sordera por ejemplo, han sido tan bien compensadas por los afectados, que se presentan orgullosos de la riqueza cultural que han desarrollado y de la cual no desean privar a sus hijos, resistiéndose a someterlos a cirugía de implantes cocleares que pudiesen darles audición y acceso al mundo de los sonidos. Más complejo aún ha sido el intento de algunos sordos de utilizar la fertilización asistida para seleccionar y preferir embriones que portan genéticamente la deficiencia auditiva, por considerar que es más válido integrar esos hijos a la experiencia de una vida de sordos que entregarlos valórica y culturalmente a la sociedad oyente que es ajena e inhóspita a los que no lo son. Cabe la pregunta acaso es legítimo haber asimilado una deficiencia a tal punto que se considere un enriquecimiento del que no se desea privar a los hijos.

En ese mismo predicamento se acumulan las protestas de personas con deficiencias hereditarias en contra de los esfuerzos de la ciencia por erradicar las fallas genéticas subyacentes; el argumento es que esa depuración ratifica la valoración negativa de la discapacitación y demuestra que la sociedad se empecina en extinguirla. Este rencor hacia la terapia genética es producida en parte por la utilización indiscriminada de términos como inválido o minusválido, que efectivamente le dan una connotación de indeseabilidad a quienes presentan una disfuncionalidad organísmica. Lo cual requiere una actitud más positiva frente a las discapacitaciones, pero no obsta para que sean deseables los esfuerzos porque en el futuro nazcan individuos liberados de taras. Razonablemente, la discapacitación no debiera ser motivo de sufrimiento o desmedro, mas aunque eso se lograra, no sería éticamente defendible impedir que futuras generaciones sean liberadas de disfuncionalidades prevenibles.

Las disfuncionalidades no son sólo producto de la indiferencia social, tienen también componentes privados y aspectos estéticos que limitan el espectro de vivencias de los afectados. Es de respetar cuando una persona que tiene alguna limitación señala que ello no le impide llevar una vida plena y aún enriquecida por los mecanismos de compensación que desarrolla. Pero esta conformidad con su calidad de vida no contradice que otros, con menos suerte u otra disposición, prefieran no padecer o no transmitir su deficiencia. Aquí, como en otras aplicaciones del concepto calidad de vida, el juicio es sólo validado por el afectado para sí. Tal como la sociedad no está en el derecho de evaluar la calidad de vida de un discapacitado, tampoco le corresponde a éste determinar qué calidad de vida tendrán otros discapacitados o posibles futuros afectados.

Los conflictos que ligan la discapacidad con la vulnerabilidad provienen de la indiferencia social que genera hablar en forma indiscriminada e imprecisa de personas y sociedades vulnerables. Vulnerable es aquél que vive en peligro de ser dañado. Esta definición es tan genérica que se aplica todos los seres humanos, ya que nuestras vidas no están amparadas por suficiente vigor biológico sino, a la inversa, arraigan en la necesidad insoslayable de realizarse como un proyecto de vida que está en permanente riesgo de fracasar. Así lo vio J. H. Herder (1744-1803) al definir al ser humano como una existencia que debe realizarse, sus ideas siendo continuadas por el existencialismo del S. XX, en la fórmula sartreana según la cual la existencia precede a la esencia, y en el modo peculiar de ser del hombre, que Heidegger denominó Dasein. Esta imagen antropológica ha sido retomada muy contemporáneamente por filósofos como Alasdair MacIntyre y Onoora O´Neill, quienes específicamente utilizan el concepto de vulnerabilidad para caracterizar la condición humana de fragilidad.

Siendo condición humana esencial y universal, la vulnerabilidad no tiene modo de ser eliminada. Desde el S. XVII se ha entendido que la vida en sociedad genera la necesidad y la posibilidad de dar una protección general contra la vulnerabilidad a través de una función de resguardo ejercida por el Estado y, contemporáneamente, mediante la proclamación y el respeto de los Derechos Humanos. Como la vulnerabilidad afecta a todos los individuos por igual, corresponde que se otorgue protección también igual en concordancia con el principio de justicia.

La consecuencia, impropia y ominosa, de entender al ser humano como intrínsecamente vulnerable es englobar en este concepto constitutivo y esencial a los desmedrados, los anómalos, los deprivados y los discapacitados, de modo que estos individuos desaventajados no son vistos como una categoría distinta de desmedrados, sino que englobados en la categoría general de los esencial e irremediablemente vulnerables. Como no es preciso afanarse en exceso frente a la vulnerabilidad por cuanto se trata del estado natural de la humanidad, aparece la tentación de homologar discapacidad y vulnerabilidad, considerando a ambas como irrecuperables. Si se cataloga como vulnerables a los pobres, a las mujeres, a los viejos, a lo niños, a los discapacitados, se practica la indiferencia frente a su sino. Se explica así la escasa intención de asistencia a la discapacitación, pues la complacencia social y política estima que la protección que nos otorga la sociedad cubre la vulnerabilidad, sin tomar consciencia que al interior de ella se escamotean las discapacidades y las susceptibilidades que requieren, pero no reciben atención especial, asistencia específica y apoyo para que logren integrarse en su sociedad y puedan desarrollar un proyecto de vida satisfactorio.

Los filósofos arriba mencionados –MacIntyre y O´Neill- han tenido la perspicacia de reconocer que, si bien la humanidad entera es vulnerable, hay cohortes de individuos que además han sido lesionados en su organismo o en sus circunstancias, quedando incapacitados de integrarse en su sociedad, asumir las tareas que enfrentan, o hacer uso de las opciones de construir su vida. Estas personas, ya dañadas y deprivadas, no sólo son vulnerables como todo ser humano, son además susceptibles o predispuestos a nuevos daños. Los susceptibles quedan a la intemperie si son tratados como vulnerables: reciben protección general pero no el tratamiento de sus males. Para lograr la asistencia específica que las susceptibilidades requieren, son precisos programas que desarrollen derechos positivos cuyo correlato sean obligaciones asignadas y especificadas.

Desde la discapacidad, asume la bioética la distinción entre vulnerabilidad y susceptibilidad, la primera protegida por un ordenamiento social justo, la segunda requirente de que la sociedad se desprenda de la indiferencia ante el daño que sufren personas, comunidades, el entorno natural. Más allá, viene desde la bioética el clamor que esta indiferencia, ocultada por el escamoteo de los susceptibles como vulnerables, debe transformarse en acciones terapéuticas que curen aquellas heridas que hacen de los susceptibles seres destitutos, deprivados, discapacitados.

En la medicina es posible ilustrar las distorsiones que resultan de no distinguir vulnerables de susceptibles. La vulnerabilidad suscita políticas protectoras sustentadas por el principio de justicia por cuanto son válidas para todos por igual. En el ámbito sanitario se traduce este resguardo en un derecho a protección de la salud -como lo formula nuestra Constitución de 1980-. De allí derivan algunas obligaciones comunitarias como medicina preventiva, programas de salud pública, protección del entorno social y natural. El derecho a protección de la salud reduce la vulnerabilidad organísmica de toda la ciudadanía, pero no contiene elementos para médicamente asistir a los susceptibles, que para la medicina son los enfermos. Al derecho de protección de salud es necesario agregar un derecho a atención médica, para satisfacer el cual se debe dictar leyes, reglamentos, crear o fortalecer instituciones y convocar personas que se hagan cargo de brindar el tratamiento médico que los susceptibles requieren.

Los proyectos de ley en materias sanitarias que en la actualidad se tramitan en el Congreso están abocadas precisamente a proponer especificaciones a un derecho que atienda las necesidades de los susceptibles en lo médico. Tanto quienes propician estas leyes como quienes las critican deberán tener presente que el reconocimiento de las susceptibilidades y predisposiciones a mayores daños, y su clara distinción de la vulnerabilidad intrínseca de todo ser humano, invocan el compromiso ético de paliarlas y darles solución, sea directamente por gestión del Estado o sea al amparo de su fiscalía. La importancia y oportunidad del tema hacen recomendables dedicarle próximamente algunas reflexiones bioéticas.